Escribir... Una forma de entretenerse como cualuier otra, ¿no te parece?



Mi abuela solía decir que la limpieza podía matar. En el caso que nos ocupa la higiene no nos ha matado pero nos ha dado un buen susto.

Esta mañana terminando de vestir a mi hijo para salir a dar un paseo. Después de ponerlo "matador y arrebatador", como de costumbre he ido al cuarto de baño a buscar la colonia con la que perfumarlo que no embadurnarlo como hacen muchas madres (sí, esas que rebozan al niño en colonia hasta el punto de no saber si tienes a un bebé entre los brazos o si acabas de entrar en un local de bailarinas exóticas a juzgar por la confluencia de aromas que inhalas).
Allí estaba la criatura sentada en el carro esperando a que su madre le diera las pinceladas aromáticas de rigor. He girado el tapón de plástico y he dejado caer un poco de líquido en mis manos. Le he repartido la colonia por su cuerpo y he cerrado la botella. Mientras iba a ponerme los zapatos, como cada día, le he dado a la criatura el envase de plástico de su colonia más que nada para que no se ataque mientras ultimo los detalles de nuestra salida y compruebo que no me dejo elementos esenciales como la Visa Oro, la PDA, las llaves amén de la mochila con sus cosas.
Mientras que estaba en el dormitorio terminando de abrocharme las zapatillas he escuchado un gorgoreo sospechoso seguido de un terrible aullido (señal inequívoca de que algo le estaba sucediendo al enano). No tengo ni idea de cómo he salido de la habitación porque las únicas imágenes que ahora recuerdo son estas:

PRIMERO: El niño estaba rojo como un tomate y chillaba como si se hubiera terminado de comer una caja de chinchetas.

SEGUNDO: Le he preguntado: "Cariño ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras?" (Absurda actitud de madre por otra parte porque todo el mundo sabe que los niños de 14 meses que lloran y berrean al mismo tiempo NO suelen contestar a este tipo de preguntas)

En un esfuerzo por comprender lo que le estaba sucediendo a mi pobre hijo he intentado sacarlo del carro. Lo he desatado y, justo en el instante en el que iba a sacarlo, el arma del crimen ha caído justo a mis pies. ¡¡La botella de colonia!! (Abierta, por supuesto). Consciente entonces de que el niño se acababa de meter entre pecho y espalda un trago de alcohol para el que aún le faltan 15 años más o menos(sí, soy una madre de hoy y sé que el niño probará estas cosas a edades en las que yo todavía... en fin.. ese es otro tema. Con el niño berreando entre mis brazos me he agachado para recoger el cuerpo del delito. Al tenerlo frente a mis ojos lo he girado y efectivamente, ahí estaba el teléfono de ayuda. Este hecho me ha tranquilizado bastante por dos motivos: 1. El problema de Adrià me lo iban a solucionar con una llamada. 2. Esta no era la primera vez que algo así sucedía puesto que el número venía impreso en la botella de antemano (Sí, muy tranquilizador todo).
Con las manos temblorosas (no por el momento que estaba viviendo sino porque la criatura pesa una cosa mala) he marcado el teléfono en cuestión. Un tono, dos tonos (¡mierda en este país no trabaja nadie!), tres tonos... amable voz de señorita.
- Si esto... verá... mi hijo acaba de beberse su colonia.
- Bien...
(¿Cómo que bien, zorra? ¡¡Se le debe estar cociendo el esófago!!- he pensado mientras que intentaba mantener la calma)
- ¿Sabe cuánta cantidad ha ingerido?
- No tengo ni idea. Le he dejado la botella CERRADA (este punto había que remarcarlo no vaya a ser que me quiten la custodia del niño por mala madre)mientras me terminaba de vestir. Pero no creo que haya sido mucho. La botella estaba casi vacía y aún queda algo.
A continuación han llovido sobre mi oído infinidad de órdenes, consejos y sugerencias que he ido anotando una por una en la libreta que tengo junto al teléfono. Agradecida y emocionada (a lo Lina Morgan pero más en plan telefilme navideño yankee, véase Cheryl Ladd) he colgado y me he puesto manos a la obra.
Justo en el mismo instante en el que trataba de seguir los consejos de esa mujer he caído en la cuenta de que la encantadora tiparraca NO debía tener hijos o de lo contrario jamás me hubiera sugerido: "Haga que el niño tome un poco de leche".
La criatura completamente escarmentada y dolorida por lo que acababa de sucederle se ha negado a abrir la boca. Mientras no dejaba de llorar me miraba con cara de: "El biberón te lo puedes ir metiendo por el culo, wapa porque yo no abro la boca ni de coña). Lo he intentado por las buenas. ¡Lo juro! Pero el niño es inteligente y de un manotazo ha enviado el biberón al suelo. Así es que (todo por la salud del enano) he tenido que recurrir a los métodos tradicionales. He cogido el biberón, le he tapado la nariz (es cruel, lo sé pero no había otra salida) y le he enchufado la dosis que le iba a aliviar.
Después de diez minutos he comprobado dos cosas:
1. Que había más leche en el suelo y encima mía que en el interior del cuerpo de mi hijo.
2. Que el joven había dejado de llorar síntoma inequívoco de que o bien se estaba muriendo o de que todo había pasado ya.
He colocado al niño de pie en suelo (rollo test de alcoholemia) y he comprobado que se sostenía perfectamente sobre sus dos piernas y que hasta caminaba en línea recta. He repetido el experimento cinco veces hasta que se ha empezado a llorar de nuevo (aunque creo que esta vez era de aburrimiento por la pesada de su madre.
Pocos minutos después se ha quedado dormido tipo: "Qué ciego más tonto he pillado". Alarmada he llamado al médico quien me ha explicado que no le pasaba nada a la criatura al tiempo que me ha sugerido entre carcajadas "que le dejara dormir la mona". Como una buena niña he hecho caso del profesional y he permitido que el crío descansara a pierna suelta todo el tiempo que le diera la gana (lo que se ha convertido en más de cuatro horas). Se ha despertado con los ojos enrojecidos y una mirada tipo: Necesito un par de paracetamoles y cinco dosis de vitamina B. Por supuesto, NO le he proporcionado nada de esto. En su defecto le he ofrecido más leche que, esta vez sí, se ha dignado a beber.
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Releyendo "Trilogía de Nueva York" de Paul Auster me he encontrado con la siguiente frase que me apetecía compartir con vosotros: " Amar las palabras, tener interés en lo que se escribe. Creer en el poder de los libros. Esto supera todo lo demás..."
No sé si es correcto este planteamiento. Desde luego estoy convencida de que en el mismo instante en el que empiezas a creer en aquello que escribes se producen pequeños cambios a tu alrededor. Detalles insignificantes pero suficientes para no hacerte desistir en el empeño creativo.
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Acabo de leer en el BOE ( más conocido como El País ) que la famosa escritora Patricia Cornwell cree haber esclarecido uno de los principales misterios de los últimos cien años: La verdadera identidad de Jack El Destripador. Según la célebre novelista, que se ha gastado nada más y nada menos que la calderilla de cuatro millones de dólares en su investigación, el más famoso de los asesinos en serie se llama Walter Richard Sickert ( reconocido artista y pintor de la época).
No voy a poner en tela de juicio las averiguaciones de esta señora porque hay que reconocer que cuatro millones de pavos son mucha pasta. Sin embargo y, dada mi afición por el romanticismo histórico en este tipo de acontecimientos, seguiré defendiendo mi versión y por supuesto la de otros. El tipo que acabó con la vida de varias prostitutas en Whitechapel me da a mí que de pintor tenía poco ( por muy macabras que fueran las obras del amigo Sickert). Tenía mucha más pinta de pertenecer a ese lado oscuro, siniestro e interesante sector de la Familia Real Inglesa. Además, según la imagen que ha brindado Scotland Yard sobre el posible rostro del famoso asesino ( cosa que ha sido posible con la aplicación de las últimas tecnologías o con un tipo puesto de whisky de malta hasta las cejas), Jack tiene más aspecto de un noble inglés que de un bohemio artista.
En cualquier caso, sean cuales sean los resultados de esas pruebas de ADN que la señora Cornwell está realizando para mí Jack siempre estará aquí: En el lado oscuro
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Hola de nuevo a todos. En primer lugar agradecer vuestros mails interesándose por mi persona tras comprobar que en varios días no había publicado ningún texto. Tranquilidad. No me ha pasado nada, ni he desaparecido, ni cosas por el estilo. He estado desconectada de la red por voluntad propia. Necesitaba oxigenarme un poco, cargar baterías y volver a enfrentarme con mis blogs con mejor talante. Asi es que ya podeis suspirar aliviados. En breve volveré a la carga con mis historias. Saludos y gracias a tod@s por vuestra preocupación:)
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- Yo soy mi propio Dios- dijo mientras observa su rostro en el espejo. - Crearé mi mundo y me apartaré de aquel que no sirva a mis intereses- susurró al tiempo que una misteriosa sonrisa se dibujaba en sus labios...
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Salgo de casa a las ocho de la mañana. El aire frío de este día lluvioso me golpea en la cara. Sin embargo hoy no necesito nada para despertarme. Sólo ha sido necesaria una pregunta para que todo se aclarara:

- ¿A qué tienes miedo?- ha preguntado él con una sonrisa encantadora que hubiera desarmado a cualquier otra mujer
- A lo que voy a dejar en el camino por intentar conseguir lo que quiero- he respondido con firmeza al mismo tiempo que me sorprendía de las palabras que estaban saliendo por mi boca
- Si consigues lo que quieres, ganas. Si ganas, eres feliz. Si eres feliz la balanza se inclinará cada vez más hacia el otro lado y lo que te retiene aquí dejará de pesar- ha sentenciado él mientras me observaba con sus intensos ojos marrones.
- Si soy infeliz tendré una vida infeliz. Si tengo esa clase de vida, la acabarán padeciendo los que están a mi lado. Los que están a mi lado me quieren. Los quiero. Vendrán a donde yo vaya. No hay motivo para no ser feliz. Nada me retiene aquí. Todo me empuja al otro lado del sendero. Sí, ahí es a donde debo ir- he murmurado mientras me levantaba del sillón y aspiraba el aroma del otoño.
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Esta mañana me he descubierto llorando en la consulta del psiquiatra….
Pensaba que esto era lo que se hacía cuando al final te decides a visitar a un médico de estas características pero, la verdad, jamás imaginé que yo iba a ser una de esas personas. Me costó mucho admitir que necesitaba la ayuda de un profesional. Siempre he creído que la solución a los problemas reside en uno mismo pero, ¿qué sucede cuando ni si quiera sabes cuál es el problema? Eres consciente de que te encuentras mal. Cada tarea de la rutina diaria se convierte en una carga. Cuando estás al lado de la gente a la que quieres hay algo que te impide disfrutar de ello. En cierto modo, hasta te molestan.
La primera vez que te sucede algo así no le das importancia. Sueles recurrir a expresiones del tipo “estoy muy estresada”, “estoy pasando por un momento duro en el trabajo”. Pero un día, te levantas y te das cuenta de que se te han terminado las excusas. No es posible que el estrés, el trabajo, la familia te tenga sumida en ese estado permanente de tristeza y desespero.
Al principio y, por no dar el brazo a torcer, te automedicas. Empiezas de forma suave probando la medicina natural. Te hinchas a tilas, valerianas y otras mezclas de plantas aromáticas que, ni por asomo, evitan que dejes de sentirte mal. Ni si quiera logras el profundo sueño que todas ellas teóricamente garantizan en las cubiertas de sus envases y, mucho menos, dejar de pensar. Así es que, una tarde, haciendo acopio de valor, te presentas en la consulta del médico de cabecera. Este, por supuesto, te da la receta mágica. Garabatea dos o tres nombres en un papel de color verde con el que te presentas en la farmacia y… ¡sorpresa!... la joven que te atiende te asegura que con lo que te acaban de recetar no te vas a enterar de nada. Llegas a casa, te das una ducha, cenas algo y te diriges casi con reverencia hacia la caja de las pastillas. Una… dos… tres… Esa es la dosis exacta. Te vas a la cama y cuando recobras la conciencia son las nueve de la mañana. “Bien…” piensas. Por lo menos he logrado descansar. Pero, justo en el mismo instante en el que vas a felicitarte por la eficacia de la química y por tu sabia decisión de haber acudido al médico, una losa oprime tu pecho. Te falta el aire, la vida.
Ahora te sientes mucho peor que después de beberte las infusiones porque, después de la química, tus pensamientos están bloqueados, tu capacidad de análisis es mínima y te sumes en otra absurda rutina. Te levantas, pastilla para espabilarte. Te acuestas, pastilla para relajarte. Y así pasan días, semanas, meses… Es cierto que, en un primer momento, te sientes mucho mejor, básicamente porque parece que no tengas pensamientos. Todo va bien… todo funciona hasta que, un día, rompes a llorar. Intentas parar pero te desesperas. Una tristeza muy profunda te invade y no tienes ni idea de dónde ha salido. Los que te quieren intentan consolarte pero tú aún te agobias más porque eres incapaz de explicarles el motivo de tus lágrimas. ¡Qué puñetas vas a explicar!
Al final logras calmarte. Te serenas. Te sientas en la soledad de tu despacho. Repasas el último año de tu vida. Un asco, ¿verdad? Por tu mente circula la posible solución pero te niegas a aceptarla. ¡Yo no necesito un loquero! Pero sabes que sí. Alguien tiene que ayudarte. Una persona totalmente ajena a ti y que sea capaz de ver el problema desde fuera. Te cuesta tomar la decisión pero al final acudes a la consulta de ese hombre. El primer día alucinas un poco porque, al contrario de lo que pensabas, no te dice nada, no te recomienda nada. No has parado de hablar durante cuarenta y cinco minutos pero sales de allí con la sensación de haber hecho el idiota. Sin embargo, a la semana siguiente, regresas a tu cita con él. Realizas tu monólogo particular, le das las gracias, pagas y te vas. Así una semana, otra y otra.
Esta mañana, cuando faltaban poco más de diez minutos para terminar la sesión, me he puesto a llorar. Es curioso porque hablábamos de libros (sí, he logrado que el psiquiatra interactúe en mi soliloquio). Las lágrimas han fluido sin rubor alguno y a partir… el gran berrinche. Él me ha ofrecido la caja de pañuelos de papel que siempre está sobre su mesa. Yo he seguido llorando sin consuelo. Segundos antes de que finalizara mi terapia de hoy le he mirado a lo ojos y de mi boca han salido estas palabras: “Vivo sola así es que voy a divorciarme”. Una amplia sonrisa ha iluminado su rostro. Me he levantado de la silla. Le he dicho que no pienso volver más. He salido a la calle, he llamado al trabajo y me he despedido…
Ahora estoy sentada en un café planificando mi futuro.

Nota: Este relato NO es autobiográfico
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